sábado, 22 de diciembre de 2007

Muerte azul


El veneno azul sube desde los pies, tiñe la cintura del verdugo, le arrasa el corazón y le pinta la cara. Se despidió de su mujer y de su hija con un beso prófugo. Las miró irse por la espalda y sabía que era la última vez. Se vio las manos y otra vez sintió el temblor de los desgraciados, en los sótanos oscuros y rancios, bajo la descarga. De tanto en tanto se le aparecen desde los bajofondos de la historia, con las encías rojas y los ojos queriendo fugar de todos los dolores, del horror final.
Se quedó solo con él. Brindaron con vino rojo en la cárcel dorada de las fieras. Supo jactarse de esa ferocidad. Y el orgullo fue una fiesta cuando se la celebraron. Mañana será la sentencia. Y el juego terminó hace ya tiempo. Demasiado. Desde el estómago le suben, en estos días, tantos nombres. Se desaguaría ante los jueces para no pagar solo una boleta tan cara. Lo haría si tuviera vida mañana, antes de la sentencia.
Abre la boca corderamente cuando el hombre destapa el tubo y retira una, dos, tres cápsulas azules como el destino. Traga una, dos, tres veces. El vino rojo ayuda a pintar la muerte. El reloj apenas respira y cuenta segundos. Cansados. Fue olvidando los nombres, uno tras otro, mientras se moría.
La cárcel de los verdugos languidece en azul.


El ex represor Héctor Febres fue encontrado muerto, plagado de cianuro, en su celda lujosa de la Prefectura. Era enjuiciado por crímenes de lesa humanidad y torturas horribles. Murió a horas de la sentencia.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Gelman y el Premio Quijano




-Lo subieron al bronce y le dieron el premio Cervantes. Que debería ser –y más si se trata de Gelman- el premio Alonso Quijano. Que es el corpóreo, el sobreviviente, el que existe y existió. Cervantes fue apenas un leve instrumento de la locura quijana, del resistidor a las aspas asesinas, Quijano lo escribió a Cervantes en un folletín de apuro. Quijote fue derrota infinita pero no muere nunca. Ese es Gelman. Resistidor de asesinos. Derrotado entre los inmortales. Poeta de molinos alucinados y de perseguidores feroces de su luna.
-“¿La búsqueda de la verdad siempre es tristeza?” “¿Adónde fue la rosa que cantaba en mi tarea?” “¿Quién canta ahora mismito en un recuerdo sitiado?”
-Al premio Cervantes se lo entregó el Rey. Al premio Quijano lo entrega Tupac Amaru. Gelman lo recibe de Amaru.
-“¿Dónde quedaba ese país que busqué a ciegas en una canción humana?”. “¿A dónde se fue el cóncavo bar, los vasos soñadores, las llamadas por teléfono al futuro ocupado?”
-Llega un día en que Cervantes manda a callar al Quijote. Llega un día en que el monarca manda a callar a Tupac Amaru. Nadie nunca hará callar a Juan Gelman. Y detrás de él hablarán todos, como descosidos. Todos a quienes los siglos cortaron la lengua. Y será un griterío universal contra los tímpanos de la historia
.


El juego en que andamos

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.
Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte.




Juan Gelman


lunes, 3 de diciembre de 2007

Quiero tanto a Julio



“Ahí está”, se me da por señalar con dedos de asombro aunque tenga en claro que sus piernas largas y desflecadas no caminaron estas calles jamás. Es que en el sopor de una siesta de diciembre soñé que Julio vivía y no sólo eso: que vivía acá, a mil metros de mi casa. En Olavarría. Lo veo, juro que lo veo de anteojos, barba tan larga como el pelo que caía al azar, una camisa amplia y de mangas cortas, escribiendo a mano en un pasillo de luz. Lo soñé con calle y con número y fui a buscar, con la última imagen de la siesta, la casa que vi en la calle que vi con el número que vi. No existe, claro; la verdad suele ser vana y brutal. Pero yo lo veo a Julio de las piernas largas y la cara de pibe a los setenta y pico, y los ojos grandotes, como un muñeco de trapo despiadadamente tierno. Lo veo acá, cerca de mi casa.
Lo escucho además. Esa voltereta casual que lo llevó a nacer en Bruselas y a balbucear en francés antes que en castellano le asestó una erre gutural que nunca se sacó de encima, que yo aprendí a amar tanto como a sus ojos multitudinarios, pero que él cargó sobre sus espaldas junto con su asma, su costumbre inveterada de quebrarse huesos y su ritual de la enfermedad con que salpicó cada una de sus historias.
****
Lo he amado tanto.
Lo amé yo conmigo. Sin decirle a nadie. Y ahora me entero, después de veintitrés años y medio que se murió, que vive cerca de mi casa con calle y número preciso.
Lo amé porque entrelazó y mixturó las palabras -las mismas que están en la oferta castellana para cualquiera- como muy pocos. Pero también porque era un buen tipo, un tierno irredimible y un pibe que jamás atinó a crecer, salvo cuando se estiró hasta cerca de los dos metros y no supo muy bien qué hacer con su cuerpo.
Cuántas veces escribirá “Carta a una señorita en París”, ahí donde vive, tan cerca de mi casa. Cuántas veces le dirá a esa señorita que no puede evitar vomitar conejitos: “Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco”. Cómo no lo iba a escribir una y mil veces si esa historia le sirvió para poner en palabras lo aterrador de sentir que tenía pelusa en la garganta, un buen ataque de pánico si los hay. Y se ahoga en la realidad y vomita conejitos en la carta para la señorita de París.
****

Le apasionaron el alma y el cuerpo tres latigazos: el boxeo, el jazz y la revolución en Nicaragua. Lo ahogaron tanto el peronismo como el asma. Del primero huyó a París. De la segunda y de sus obsesiones, logró escapar a medias en la literatura.
Pero nunca pudo exorcizar la amarga Argentina que le quedaba plantada en la garganta, como la pelusa que fue conejitos a la hora del cuento.
Julio hermanó su asma con la del Che y le entronizó una historia para él y para siempre. Le puso un poema en la batea de la Higuera y le dijo “yo tuve un amigo”. Por eso también lo amo.
Creo que se quedó aquí, cerca de casa, cuando volvió a ver cómo era la patria sin los cazadores, allá por diciembre del 83. Y la estupidez lo dejó al margen, averiguando algún libro por Corrientes, propinándole la absurda verdad: en estas tierras nada cambia. Nada cambia, Julio.
Se murió dos meses y medio después y con toda la razón del mundo. Se murió en París, como correspondía. Con una barba enorme y unos ojos enormes de holgura infantil.
Yo, que lo amé tanto, le debo una languidez de trompeta hacia el sur. Y esa certeza de que vive y está, tan cerca de mi casa, tan cerca de la quinta donde venía a restablecerse la tía Clelia.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Linda y agreste


Sangre joven y nueva
Linda y agreste del Paraguay
Viene morena y simple
Con ojos anchos y frente intensa
A hacer la vida y el paraíso y la ciudad
Que la espera enorme brazos abiertos color de trigo
Un sol distante de pisos altos sueños ahí
tan a la mano

Se la imagina
Rúbrica altiva de las promesas del hombre limpio
Alpaca en el dedo anteojos de noche camisa blanca
Que la llevó
Ella no sabe por qué no creerle
En la ciudad allá muy lejos la paga es buena
Los niños juegan mientras los cuidan
y ella teje una historia de niños blancos y patios verdes
y un domingo de baile
sin descansar
En la cintura siente el dolor de tanto viaje
Hay a lo lejos luces ligeras
que le delatan la ciudad
Y ella viene
sangre joven y nueva
linda y agreste del Paraguay
Piensa en los niños que la esperan
Seguramente en la estación
Y se sorprende ante ese hombre
Camisa blanca alpaca en el dedo anteojos de noche
Que se la lleva sin una palabra
Hacia la boca sangrienta
de la tempestad

Nunca amanece en la ciudad
Siempre es oscuro en su piel
en las horas que vienen
en el rostro amarillo


del hombre salivoso que paga por ella.



Decenas de muchachas paraguayas y dominicanas llegan bajo engaño a los suburbios de Olavarría. Prostituidas, esclavizadas y explotadas se les arrasa la identidad.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Leviatán



El día en que se despierta el monstruo dormido es el atardecer del mundo. El monstruo vive en todos. O en casi todos. Se esconde entre el alma y el diafragma. Se cubre con los pliegues cardíacos. Se tapa la cara con el disco de angustia que suele amontonarse ahí, en el medio. Y suele despertarse cuando cualquier azar desentendido presiona la tecla acaso destinada al off eterno. Y desata el leviatán interior, el sismo transformador. Que vuelve a un hombre gris y manso un atroz lobo para los otros.
Los gaseadores del Reich, los anónimos torturadores concentracionarios de la Argentina, los degolladores étnicos ruandeses, los yankis martirizadores de Bagdad, los profesionales odiantes de judíos y negros en ejercicio del poder en una esquina sórdida o en el estado, los que laceran feroces antes de matar porque es su concupiscencia y su lujuria y su placer más rojo el dolor de aquel a quien odian por convicción o porque las circunstancias desataron el monstruo escondido entre el alma y el diafragma y se torna imparable y el más pacífico y generoso de los vecinos se vuelve engendro desbocado.
Los degolladores, los torturadores, los odiantes, aman a sus niños y entregan limosnas en las plazas públicas. Fundan clubes rotarios y sociedades de fomento. Degustan la eucaristía, confiesan y se confiesan. Y cuando oscurece en el mundo disfrutan y eyaculan con la aplicación prolija y lacerante del odio en un cuerpo desvalido.
Viven en la casa vecina. Respiran el aire que purificamos con el esfuerzo de nuestros pulmones. Compartimos la medianera. Y no sabemos quiénes son. Hasta que un día se abre el portón del abismo. Atardece en el mundo. Y aparecen los leviatanes desquiciados. Para que no olviden los desprevenidos que cualquier amanecer suavecito suele costar la vida.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Noticias


Sólo una noticia habrá que me despierte
Yo me dormí a la vera de las cosas
para no ver pasar ninguna
y no saber lo que se llora mientras vivo
Pueden salpicarme ríos de lágrimas
Rozarme llamas de desolación
Pero yo decidí morirme un rato
Desvivirme una parte
Desalmarme a pedazos
Desangelarme y desdolerme
Para que todo no me acuchille
Como el asesino en la ventana
Sólo una noticia
Sólo una habrá que me despierte
Que reines en la vida y en la muerte
Hasta que el mundo sea otro

lunes, 22 de octubre de 2007

Martha


Martha es una cara labrada en la chapa del conventillo.
Ella aparece a veces. Casi espasmódica. Cuando la conciencia de uno se durmió y necesita quien la sacuda hasta despertarla. Violentamente. A los gritos.
Martha reduce el mundo a un retablo. Y lo hace bien. Cuatro marionetas minimalistas pueden sintetizar la más ardua de las complejidades. Martha le pone vida y voz al demonio y le imagina hijitos que dan ternura. Martha es capaz de hacer que el mismísimo demonio genere ternura.
Martha es dura, rea y mal llevada. Escandaliza a las vírgenes, fuma porros contra el dolor que la agrieta como un sismo y es capaz de conseguir cualquier teléfono, inalcanzable para un mortal pedestre. Uno la nombra y se abren las puertas. A su nombre se paran y se quitan sombreros.
Martha detesta a la policía y a los estúpidos. Tiene un brazo hippie y uno trosco. Una pierna libertaria y una cronista. Una oreja que escucha la sangre derramada y otra para la poesía de viento.
Supe de Martha cuando vino a morirse la primera vez. Hace veinticinco años. Ella siempre viene a morirse a esta tierra de gris.
(Me atrevo a decir, contra cualquier pronóstico, que Martha es inmortal)
“Llegué a este pueblo, pregunté por sus poetas y fue como preguntar por uranio enriquecido en un supermercado”, dijo hace veinticinco años cuando vino a morirse por primera vez.
Lo que me entusiasma es que cada vez que desembarca con intención de morirse regala libros. Y cuando no se muere, como siempre pasa, después anda consultándolos en todas las casas. Masticando caramelos de dulce de leche. Y apagando puchos por la mitad.
Martha pasa por el camino de uno y lo cambia. Lo transita, lo mejora, lo escribe, lo titiritea.
Martha es un duende de voz cascada y de nariz redonda. Al que amamos rotundamente.

lunes, 8 de octubre de 2007

Espera



A la madrugada se paró en la esquina a esperar. Se calzó los anteojos a mitad de camino de la nariz. Se rascó el tobillo izquierdo con la punta del zapato derecho. Se acomodó el cuello como si fuera desmontable. Y puso su paciencia a rodar.
Diez años y veintidós días esperó. Hasta que la vio una tarde nubosa, de invierno tardío. Morena, cabellos húmedos, caderas anchas. Diez años y veintidós días viéndola crecer. A esa pequeña mujer vio morir entre sus dedos en un sueño fatal hace diez años, veintidós días y dos horas.
La miró desaparecer en un umbral estrecho. Sacudió las piernas, desentumeció el alma y comenzó el regreso a casa. Era dios: acababa de burlar el destino.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Niño blanco


El niño vuelve a su cloaca a las ocho de la noche.
De día es un niño negro, puesto en el mundo de prepo, atrapado por el hambre. Camina con el ombligo al aire por una ciudad donde es solo y único. Que no repara en él. Ni lo repara. El pan que lleva en el bolsillo le costó una batalla de sangre con el viejo que duerme en la ochava y las cucarachas que trepan al amanecer por la boca de tormenta. De día es un niño negro entre gente blanca. Una mosca en la nieve. Una pizca violenta que altera la armonía del mundo.
De tardecita se vuelve a casa. Sube la tapa en medio del pavimento y baja la escalerilla musgosa que lleva al intestino de la ciudad. Millones de ratas negras le disputarán el pan. De noche es un niño blanco.

domingo, 23 de septiembre de 2007

Sin semillar


Ni siquiera me despedí y pasó un mes sin semillar esta tierra. Este jardín mínimo en el que suelen crecer nomeolvides celestes porque de vez en cuando se me caen palabras que brotan después. Tuve miedo hasta de pasar por el huerto. Creo que lo miré de reojo un par de veces y no me atreví a entrar. Un miedo atroz a encontrarlo abandonado, plagado de yerbamala. Lo quisiera fresco, abonado de adrenalina y zumos del cuerpo y del alma. Lo quisiera florecido, loco, como cuando irrumpe de pronto la primavera y le asesta una puñalada de jazmín a la noche. Pero no lo semillé, no lo sembré y tuve miedo de que hubiera pasado el mundo por encima y lo hubiera arado con las cuchillas del olvido.

No quiero ya más juegos que no sean éste. No quiero más ausencia de lo que vale. No quiero perderme en un camino ancho y despinado. Sólo quiero mi trecho tortuoso, mis piedras en el paso que me recuerdan que estoy, que soy y que debo guerrear hasta la sangre.

Vuelvo después del quién sabe y del nunca.

Quiero mi casa.

miércoles, 29 de agosto de 2007

De paso

"Ya no soy / de aquí: apenas me siento una memoria / de paso. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio / por este mundo desgraciado. Le daré / la vida para que nada siga como está"
Solicitada, de Paco Urondo

martes, 31 de julio de 2007

utopía


La utopía se desprenderá
Del ramaje de hierro
Como un durazno en un desarmadero
Caerá en nuestras manos
Perfumada y sutil
Y una multitud irá tras ella
Redonda e insolente
Sensual
Como una cereza
Inalcanzable
Como la carne de los sueños.

Arácnida


En el centro puntual de la maraña
Dios, la araña

(Alejandra Pizarnik)



Sutilmente

Me atrapa hilo a hilo
Tejido a tejido
Víscera a víscera

Me descose y me rearma
A su placer sin siquiera preguntarme
Si es el mío

Teje y desteje cada uno de mis pasos
Mi fatalidad y mis azares
Mi risa afronterada
Y mis lágrimas resistentes
Mis días lóbregos
Y los radiantes
Teje y desteje como los Hados
Mi sinuoso camino
Que es su bufanda
En punto cruz

Me apuñalan sus seis puntos cardinales
Me arrasan y me vuelan la cabeza
Con un golpe de tul
Dios violento y exasperante
Demonio virtuoso

Teje y reteje también
Las suaves cadenas envolventes
Que me atan a tu aliento
Araña desolada olímpica

jueves, 12 de julio de 2007

Espejo



Se levantó esquivándolo todo, como tantos días. Se le cayeron los anteojos, golpeó la cabeza con el mueble del baño, se aplastó un dedo del pie con la silla. Casi un ritual. El espejo le devolvió la misma cara pero no allí. La barba crecida, los ojos sin brillo, el pelo desquiciado, pero no allí. Era en la ochava que da a la diagonal. Esperando el colectivo de las seis y veinticinco. Lo vio pasar a los tumbos, casi desarmándose. Ruido a chapa y una luz violeta en el guardabarro. El adoquín temblando bajo las ruedas. Pero no subió. Se vio al espejo perdiendo el colectivo y supo que llegaría tarde. Se tocó la frente, apenas rozó los dientes con el cepillo, se mojó los ojos con la yema de los dedos y siguió mirándose al espejo, firme en la ochava.
Se sentó en la cama, se ajustó los pantalones, se calzó los zapatos con dos medias distintas y antes de descolgar las llaves e inclinar el picaporte se miró otra vez en el espejo. Ya no estaba. La ochava era una llanura escarchada. Contra la pared, envuelto en un ejemplar del Clarín domingo, alguien dormía inexplicablemente. Apagó la luz del baño y cerró la puerta. El espejo dejó de mostrarle la vida como una ventana. Y él se fue a buscar la diagonal sabiendo que el colectivo pasaría de largo, justo como la vida.
El frío era un cuchillo filoso que cortaba la penumbra. Llegó a la ochava cuando el hombre se despertaba. Tenía la barba crecida, los ojos sin brillo, el pelo desquiciado. El colectivo pasó a los tumbos, casi desarmándose. El se tocó la frente, se quitó el suplemento deportivo de la espalda y vio al recién llegado que lo miraba. Como delante del espejo.

miércoles, 4 de julio de 2007

Ariana


Cuando Ariana cumplió cien años el pueblo tembló de la cabeza a los pies. Se desprendieron algunas piedras despistadas por las laderas, cayó un chaparrón inopinado a las diez y media de la mañana, el jabón blanco de coco rodó del piletón de los Nieves y fue a parar al pozo donde iban a enterrar al perro azul, que al final fue quedando hueso bajo el cielo. Y lo peor: José Luis Arquiñena se levantó alegre y con ganas de abrazar la pala. Lo vio el asombro popular caminar a paso fuerte por el sendero amarillo hacia la cantera. Nadie más supo de él.
Ariana había nacido en un cobijo de piedras, sobre la cumbrecita. Cuando la comadrona le cortó el cordón con la tijera de la esquila, le vio el lunar ambiguo en la panza y murmuró, como para sí misma: "cuando ésta se muera, un pedazo del mundo se va a venir abajo". Su madre ni se enteró. El dolor de la vida era una cuchillada entre las piernas. Pero al hijo menor de los Lozano, que espiaba detrás de la puerta de lana cosida, se le grabó para siempre. Se convenció, en la atadura de su infancia, de que esa parte del mundo sería la suya. Y su parte del mundo era el pueblo. Donde había llegado a esta vida y de donde no pensaba irse porque la gente no se va de la tierra donde respira el primer aire. Entonces lo repitió de por vida, de boca a boca, como una maldición heredada que debía transmitir para que no le arrastrara la voluntad al infierno. Repitió que cuando Ariana se muriera al pueblo lo borraría un cataclismo. El abuelo Lozano transmitió solemnemente en una reunión de la caja de ahorristas postales que a tres pastores una mujer que bajó de la sierra les había hablado de la maldición de Ariana en el recodo de la casa del nacimiento.
Los leñadores que precipitaron la primera huelga del siglo repitieron en el sindicato que la voz del monte –la que aparece cuando el cielo se afiebra y suspira fuerte- había comunicado al pueblo que la muerte de Ariana traería un tiempo aciago a la vecindad.
Algunos hicieron constar en actas la profecía. Y la dejaron grabada en fuente de plata en el recibidor del Registro Civil.

Ariana creció con mil ojos que la custodiaban con recelo. La arropaban en invierno contra la pulmonía. Se echaban al piso para cuidarle las caídas. La defendían con bala y cuchillo de los merodeadores. Le asestaban perros guardianes al paso.
Y vivió. Como de prepo, aunque sin ganas.
Toda fiesta le estuvo vedada. Alcohol y navajas acechaban las madrugadas bailantes. Un solo hombre la amó pero un día se fue del pueblo, sin confesarle los tumbos de su corazón. Le dejó un perro azul que en una noche de rayos y perjurios amaneció tieso, quién sabe por qué veneno alucinado.

Cuando cumplió cien años la esperaron en la plaza con pañuelos rojos, torres de cacao con un velamen de cien llamitas en los balcones de harina y manteca, frascos de suero y píldoras para el dolor, jengibre y gingko biloba para la vida, paños fríos para la cabeza y un sillón colorado y mustio para sus huesos. Ella apareció encorvadita y atada a su chalina verde, se sentó en un banco de cemento y comió las galletas de arroz que traía en su bolsa de plástico colgada de la esquina del brazo. Nunca se casó: nadie quiso correr el riesgo de que Ariana se le muriera en casa, en su cómplice compañía. Y cargar ante la Historia con el desastre por venir.
Todos la miraron fuerte el día en que cumplió cien años. Era edad para la muerte: nadie vivía tanto en esas tierras donde castiga el viento y la fiebre ataca como si fuera un lobo, al cuello de los atolondrados. Más de cien, imposible. Acaso ella muriera ese mismo día. Y la furia del destino contenido se descargaría sobre ellos.
Ella se quedó sólo minutos en su cumpleaños. Olió, miró, escudriñó, sintió que la piedra donde estaba sentada le calaba los huesos del trasero, se levantó, alzó la nariz a modo de saludo y se volvió a su casa. Un cuartito pintado de marrones que se oscurece con la noche y donde toda luz y donde todo calor viene del sol. Sólo del sol.
Se lavó la cara con aceite de legumbres y se la enjuagó con agua bien fría. Se cubrió con la frazada donde se aletargaba el perro azul y se durmió como para siempre, hasta la primera luz del otro día. El mundo seguía en pie. Y ella en el mundo.
El pueblo no pudo caminar igual el resto de los años. Amanecía con el ardor de que ése podía ser el día. Y se dormía con el terror de que mañana se descolgarían desastres de la cumbre. Pero los tiempos pasaban como trenes, como locomotoras cansinas por la larguísima vena del valle. Los días no se acababan nunca. La vida parecía de una promiscua eternidad. Un agravio. Una desnudez fláccida. Un porvenir siempre cercano y caído, como el andar viejo de la vieja Ariana.
Era extraño el tejido crepuscular de la historia del pueblo. El paso del tiempo no sólo no adelgazó el mito, sino que lo volvió sólido y brusco, como un bronce en su pedestal.
Nadie comenzaba el día sin preguntar por ella. Nadie respiraba en paz si no la veía correr hacia fuera las dos hojas de madera cruda de la ventana. Donde penetraba con osadía un rayo de sol ataviado de polvillos y sopor de la noche. Estaba viva. Era un día más.

Aquella mañana el renovador de garrafas se despertó sobresaltado. Descargó el primer tubo en la farmacia y le dijo al boticario "creo que hoy cumple 107". El hombre se persignó y se tragó cuatro aspirinas con medio vaso de jugo de naranjas. En quince minutos el estómago escupía fuego y él echaba maldiciones contra el aniversario.
Se corrió como una llama empujada por la ventisca. Cumplía 107 años. Y en la piel de todos se sentía que era definitivo. El cielo había amanecido con un rojo brutal y mantenía una estrella viva, allá al fondo, como una señal.
Ella amaneció como todos los días y salió a la calle de los vértigos y la ansiedad. Despacito, fue hasta la esquina a buscar el pan caliente que la esperaba todas las mañanas a la misma hora. Lo envolvió en un papel marrón, lo deslizó al fondo de su bolsa de plástico y desandó el camino hacia el café grueso y negro que la esperaba en la mesa redonda de tres patas mirando hacia la ventana. Comió, bebió y se enfrentó con el viento que golpeaba contra el piletón. Lavó dos sábanas de percales y las colgó trabajosamente del olivo. Había dejado de recordar sus años hace tiempo.
Cerca del mediodía escuchó el motor en la calle y un rumor de gentío. Asomó apenas y los vio. El pueblo entero desbordaba su cuadra alrededor de un coche largo, cubierto de coronas de calas y crisantemos. Una cruz dorada brillaba en la luneta y llevaba su nombre. Gritaban por ella y salió, asustadita y sola, al último umbral. La multitud la tomó en andas y la sentó en un sillón de terciopelo rojo y patas felinas en medio de los ramos de claveles crepeados por la helada. El coche arrancó lentamente y detrás diez lloronas ataviadas de riguroso negro, las caras cubiertas por velos de tul, gritaban de dolor hincándole a la vida porfiada una muerte que no quiso llegar a la fiesta. Centenares de niños peinados hacia atrás marchaban pateando pedregullos y los hombres y las mujeres derramaban plegarias en las veredas mientras la complicidad de las acacias dejaba caer hoja tras hoja a los pies de los peregrinos.
Una hora y cuarenta y dos minutos tardó el cortejo en arribar a las puertas celestes del cementerio viejo, los muros descascarados y un Cristo manso que ya no escaparía nunca más de la piedra. El coche se detuvo en los confines de la muerte, donde las tumbas desaparecían tras la altura de los pastos y de la memoria sólo quedaba una absurda rosa de plástico prendida con alambre a la nada.
Diecisiete hombres bajaron el sillón de terciopelo rojo y patas felinas con ella sentada en la felpa, los brazos apoyados en la madera y la chalina verde apretada para que el viento no le conversara los huesos. La depositaron sobre una losa de cemento y, uno a uno, fueron bajando los ramos y las coronas. Las calas despedían alientos amarillos y los crisantemos se sintieron como en su casa. Clavel tras clavel la rodeó la primavera mentirosa de los cementerios y las flores la cubrieron hasta la cintura. Una oración comenzó a elevarse como de la tierra y pronto estaba puesta en la boca abierta de todos, rogando a gritos por el alma del que muere.
El amén marcó el repliegue del gentío que poco a poco le dio la espalda hasta ir desapareciendo con una polvareda discreta. El sol se iba acostando tras los muros, seco como la tierra seca por la lluvia que no llega.
Se acomodó la chalina y se asestó un clavel en el pecho. Oyó el metal de los portones y se aprestó a dormir, con el sabor nebuloso de la inmortalidad.

jueves, 21 de junio de 2007

Revolución


Hay una soledad tan sola
En medio de las medallas y las azucenas
Una soledad tan sola
Que se vuelve
Miles de agujeros en el cuerpo
A veces pasa por este río
Un clavel decapitado
Pasa un cordel
Lenguas tendidas calladas secas como huesos
La revolución es un dedo que apaga el sol
En el pubis de la luna
Estalla un orgasmo universal
Y un centenar de desclasados
Le clava al Dueño de las Cosas
Una rosa por la espalda
El amor es una monja en celo
Una prostituta con los pechos en clausura
Se apretará una vez
El gatillo de la noche
Y caerá la muerte malherida
Para que amanezca.

sábado, 16 de junio de 2007

En el camino


I

El camino no tiene final
Se achica y se clava contra el infinito
Cuando uno dispara los ojos adelante.
El camino es eso
Camino.
No llega, no alcanza, no toca, no abraza
Sólo enlaza y lleva, un segundo, mil años, toda la vida
Sólo enlaza y arrastra
Sólo enlaza y remonta y alza y rueda y sopla desquiciado
Un cuerpo o dos por los arrabales del mundo

II
Yo suelo aferrarme al camino
O a los caminos
Que me atrapan y de un brazo y del otro
De un alma y de la otra
Tiran y fuerzan
Tupamaramente
Hacia el infierno del norte o el infierno del sur
Hasta el desgarro
Como debe ser

III
Yo suelo entregarme a las serpientes
A la araña sagrada
Que me teje la pasión todas las noches
Ellas me aman y me envenenan
Me hacen el amor y me estrangulan
Me abufandan de telas sinuosas
Me asfixian la cintura ofídicamente
Me acarician con lengua partida en dos
Y me traga una boca
Única
Universal
Iniciática
Bruja
Pero que no es araña ni serpiente
Es el pasadizo secreto
Por el que se llega a un corazón
Que traté de descubrir a tientas
Poco antes de la ceguera

miércoles, 13 de junio de 2007

Hoy




Hay que despertar
Fluye la pesadilla
Como un chorro de huesos
Hay muertes solas blancas vacías
Con la vanidad del desterrado
Jazmines amarillos de ojiva nuclear
Que cavan en el mundo heridas eternas
Dientes de cuajo
Que sangran en las vidrieras

Hay que despertar
Del sueño encarnizado
Que aprieta la garganta
Que encadena las piernas
Que arroja al abismo
Llueve pavor sobre los hombros
Empapa el pezón del alba justo a la hora de nacer
Con la perversidad del lobo
Y devora la boca
Con la que había que gritar

Hay que despertar
Por el espejo se desangran
Las ojeras de la mañana

Cosmogonía de esta noche
Filo fatal
en las venas de este día

martes, 29 de mayo de 2007

Frío



Mayo baja el sol a puñetazos
tajea la piel con cuchillos de hielo
apaga los fueguitos de los pobres
arrasa los naranjas
y siembra un gris empañado
en las piernas del sur
Mayo viene de muerte
de alocada intemperie
mata un viejo en la noche
y la lengua de un niño que tose
que tose y tose
en la humedad de la nada
Quiero un planeta de fuego
un plato de sopa sin confines
donde nadie se muera de frío

viernes, 18 de mayo de 2007

Espinas



Hay un planeta en el medio, en las axilas del desastre, en los pliegues del diluvio. Entre las espinas hay un pibe que desea una torta de azúcar y arroz. Y la toma. Con la otra mano, la que no sostiene la bayoneta. Es niño y duerme con un oso de lana las noches en que puede dormir.
En medio del fuego hay un gato de bigotes chamuscados. Es negro y tiene unos impactantes ojos verdes. Almuerza los muslos de un chimango malogrado. Y cuenta los minutos que vive de más. Entre las espinas y el fuego.
Dicen que hay un planeta en el medio. Un rincón impensable donde hay vida.
La guerra de todos los días, la guerra del calentador de llama mínima y el café sin café y el agua sin agua, es para conquistarlo.
Sólo hay que salir vivo.

viernes, 11 de mayo de 2007

Luciérnagas que tocan jazz

Salpico el principio
de todas tus noches,
con luciérnagas que tocan jazz
más allá de las doce,
y en la media luna,
junto a los sueños que acunan
los niños dormidos de Katmandú.
Lo que ofrezco no es mucho,
apenas unas luces
que sobrevuelan, en silencio,
el aire de esas líneas
que se curvan con la forma
exacta de tu nombre,
y los modos de tu cuerpo.

Así reinas en la cercanía
de la república de las distancias,
agasajada por mi pensamiento
que te viste con seda de arena,
y que te desnuda como se desnuda
el agua cuando sólo quiere ser mar.
Te deletreo como a la palabra única
que quiero aprender a escribir,
te reivindico, me reivindico,
y te reclamo desde la ventanilla
cerrada de un billete de estación,
y te digo, y te cuento,
y también escucho, a veces,
con ojos de contrabando,
las historias del mundo que calla tu voz

Pokito Chus, desde España

Esto

con que había sido esto
la vida
el desquite fatal de un Perdedor
la revancha atroz
de un Derrotado
había sido esto
un huracán con ojo
dientes
úlcera
y tumores
una indiecita desclasada
un lumpen de la guerra fría

esto había sido
la vida
un déspota en decadencia
más estúpido que feroz
un destino dibujado
por Alguien
muerto de aburrimiento
un lápiz faber
en el planeta web

esto
la vida
una denuncia
en las costillas de un policía
un escupitajo
en la solapa del juez
un barrote
en la sábana de la libertad

esto
la vida
un gesto solidario del infierno
una victoria
un segundo después
de la bomba atómica
un estornudo de Dios
un dolor
austero
en la cintura trágica del universo

jueves, 12 de abril de 2007

amanecer

La mañana parece un perro feroz.
Muestra los dientes en la puerta.
Y arranca las piernas del mundo cuando apenas asoma.

El santito



Lo peor es que todo comenzó cuando debía terminar. Cuando el Julio se calzó la gorra a cuadritos y con visera, se montó en la bicicleta y se lanzó a la calle sin mirar. Había olvidado enganchar el broche a la botamanga para que no se le enredara la vida en la cadena negruzca y engrasada. La pick up del almacén lo levantó por el aire y cuando bajaba, la cabeza le rebotó en el guardabarros, se abrió en dos y sembró de sesos el macadán para que alguno se resbalara con sus pensamientos cualquier rato de éstos.
Ninguna ciencia fue capaz de cerrarle la cabeza al Julio, de cosérsela hermética, de reconectarle los cables hilo por hilo, hasta volverlo a la calle como si nada. Por eso se quedó ahí, en una sala oscura, más muerto que vivo pero vivo. Con el corazón firme y latiente y el cráneo rajado, con la razón chorreada en el guardabarros de la camioneta del almacén, puesto en la antesala tenebrosa de todas las muertes. Pero vivo.
Sólo fue preciso que Manuelito pasara por el hospital ardiéndose la sarnilla virulenta y que ya en la esquina no le picara más para que todos le empezaran a rezar al Julio. Lo habían dejado en un rincón, con un suero pinchado en la vena más gorda del brazo, con la cabeza apretada de vendas para que no se le abriera, esperando que la muerte se hiciera cargo hoy o mañana. “Está descerebrado”, había sentenciado un médico solemne cruzado de brazos y con esas dos palabras lo enterró definitivamente. Pero el corazón se empeñaba en bombear, como en un capricho de autonomía que no podía durar tanto. Nada agota con tanta furia como la independencia. Y ese músculo porfiado no podía andar mucho por el mundo sin cerebro regente. Es lo que pensaron. Pero no lo que sucedió. Porque el Julio siguió viviendo tozudamente, con la cama arrinconada en un esquinero, ocupando un espacio que necesitaban los vivos en serio y él lo usurpaba, vivamente muerto.
Sólo su madre acompañaba, con las rodillas en el cantero desflorecido, rezándole al diosito de los anónimos para que lo resucitara. Para que el Julio saliera una tarde de ahí, con cara de no haber sido, atándose la botamanga con un broche de madera para que no se le enganchara la vida en la cadena negruzca y engrasada de la bicicleta, la que quedó torcidita en el patio para siempre, como un esqueleto morido y muerto, marrón de herrumbes.
Y fue que Manuelito pasó por ahí un mediodía con la bolsita amarilla del pan, rascándose la sarnilla virulenta que le bajaba de la cabeza al cuello y del cuello al portón interior de las nalgas y le ardía como fuego y cuando la vio a la mujer, rodillas negras, rezando, murmuró ‘ay Julito, hacé que se me cure la sarnita’, y cuando llegó a la esquina no le ardía más. Salió a contarlo a los gritos, el Julito me curó, decía y todos le creyeron como a una biblia abierta, como a un predicador de maravillas.
No fue necesario que pasara una legión de horas para que tullidos y picoteados y locos y temblequeantes fueran llegando despacito con sus muletas y sus ortopedias para arrojarlas por el aire a la hora del milagro. Los pastos del parquecito por donde se accede al hospital se llenaron de orantes, de mujeres regordetas rogándole al Julio que los maridos se levantaran de la cama para trabajar o que fueran expulsados de las tabernas para siempre. De viejas con caras surcadas de amargura murmurando por el hijo preso. De hombres de piernas paralizadas pidiendo caminar. De ciegos desde el útero exigiéndole al Julio que les pusiera los ojos con luz.
Al rato, no más, se montó un carrito de maíz inflado en cada esquina, una mesa de salchichas calientes y un par de ferias donde los fieles se llevaban por un solo peso bolsitas de alhucema, lazos rojos y velas al tono para prodigarle al santito.
El Julio no se enteraba de nada. No había sido nunca de esos parias queridos por medio mundo. Todo lo contrario. Demasiadas veces había transitado el camino veloz de la ruindad. Solía escupir veneno por el agujero de su canino derecho ausente. Y jamás le prestó a nadie la bicicleta.
Pero ahora estaba puesto en una cama gélida, tapado apenas con una sábana amarillenta, con el suero soplándole una gotita de vida hacia dentro, con la cabeza rota y el cerebro desparramado dios sabe por qué calles y por qué suelas de qué zapatos. El, que le curó la sarnilla a Manuelito e instaló la milagrería en el pueblo de un día para el otro.
Sabina fue la que tuvo que hacer callar a su niño cuando, en plena oración vespertina, se atrevió a revelar pero mamá, si el Julio no era tan bueno, no importa, para ser santo no necesitás ser bueno, te basta con hacer un milagro, y ahora callate y rezá.
La ventana que -sabían- llevaba a la habitación del Julio se pobló de rosarios, ramas de laurel, flores secas, tarjetas derramadas de peticiones, fotos de enfermos y de perdidos y de muertos, por las dudas. Pequeños papeles sudados y enrollados con cruentas confesiones, hilos rojos colgados de las rejas, imágenes de santos y una camiseta del Julio que la madre enganchó de un fierrito clavado en la pared y que fue inmediatamente elevada a la categoría de objeto sacro e intangible.
Catorce meses y veintidós días estuvo muertamente vivo en ese esquinero hospitalario con el suero goteándole como si fuera la eternidad. Se murió el mismo día que Manuelito se cansó, se levantó, se limpió las rodillas y empezó a caminar, rascándose como siempre la sarnilla en la cabeza y con un ardor de infierno en el portón interior de las nalgas. Se fue escuchando la plegaria murmullante de todo el pueblo hincado en el hospital. Se arrancó una cáscara del cuello y decidió que no valía la pena estar ahí rezándole a un moribundo.
Y además, no se lo merecía.

sábado, 7 de abril de 2007

Fuente del Alba



Buscar justicia es coquetear con la muerte. La muerte ronda todos los caminos. Y espera en la ruta. Se calza carteles en el pecho y engaña a los comedidos. Carlos Fuentealba creyó que alzaría a la justicia en el auto. Pero alzó a la muerte. Traidora, implacable. Sicaria de los cobardes que odian pero no se atreven. Fuentealba -tiene nombre de fuente clara y de amanecer a gritos- enseñaba química en una cocina. Y dejó una casa a medio construir, como la vida. La propia. La justicia a veces se queda dormida. Y la muerte nunca, jamás cierra los ojos.
Hoy todos somos Fuentealba.
Nunca. Jamás seremos la muerte.

miércoles, 4 de abril de 2007

Fuego


Las llamas provocan a la divinidad. Apuntan al hastío del cielo y chamuscan las camisas de los santos. El fuego es la ira de los puros. Sana cualquier brote de coraje. Aceniza los labios de la osadía.
El Brujo sabe de las fugas por la noche. La Biblioteca es una fortaleza en el medio de la aldea. Muros insalvables, hierros que sellan ventanas y banderolas, siete llaves de bronce de oriente para el portón frontal. Los miles de volúmenes que deja sin aire el encierro se aprietan en bruscos anaqueles. Pero ni así. En las madrugadas, cuando el sueño descose la vileza de los días, los libros sacuden los harapos de sus lomos y asoman Raskolnicov, Eugenia Grandet, la señora Bovary.
Saben. Por las noches escapan por los agujeros de las arañas y se meten en las camas de las mujeres solas, como íncubos. Las hacen gozar como jamás, les coronan el sexo de un sabor inolvidable. Se van como fumatas, por las chimeneas. Se ponen faldas y salen con los hombres de parranda. Los llevan a los tugurios negros de grasa y alcohol y les devuelven la conciencia más radiante. Patean tachos de basura al rayo de la más cómplice de las lunas, que oscurece el camino de los guardianes. Después vuelven, cuando el sol amenaza. Pero la aldea ya no es la misma. Las mujeres se mueren de risa por la mañana. Y los hombres se visten de traje para ir a la siega.
El Brujo lo sabe. Pero no puede verlos. Bordea la fortaleza a medianoche. La camina, la husmea, la escudriña. Y no los ve. Hasta que se duerme, rendido, contra algún paredón. Ellos pasan y le orinan los pies. Cuando vuelven, el Brujo ya no está y los libros preparan las hojas como gargantas para tragarlos. Y aquí no ha pasado nada.
No comprende los ojos de la gente en la oficina de correos o en el mostrador bancario. No se puede tener esa vivacidad oscura y brillante en una oficina pública. Esa alegría incomprensible se le va de las manos. El poder se nutre de andares sombríos. De la resignación pura. Del miedo. Pero esos ojos locos desconciertan.
Por la noche vuelve a la esquina oeste de la Biblioteca. Asoma hacia el sur y nada. Olfatea hacia el norte y no. Se vuelve y camina bordeando adoquines y dobla para tomar hacia la esquina este. A sus espaldas brotan, subrepticiamente. Sacudiéndose aún el polvillo de las páginas. Sin inhibiciones ni límites. Ellos no tienen moral. Nadie se la insertó cuando los moldearon. Ellos están pensados para una historia. No para la libertad. Saben que los hombres también están pensados para una Historia. Y que la libertad es apenas un canasto de oro en una vidriera inaccesible. Por eso se mixturan y los desafían. Les desatan los botones del placer. Sueñan con revolucionar juntos. Con voltear la aldea pies arriba, cabeza abajo. El Brujo lo sabe.
Por eso entra a la Biblioteca en penumbras, a la tardecita. Alza la nariz y sólo huele a viejo. A humedad rancia, a rata inapetente. Pasa la punta del índice por una extensa hilera de volúmenes. Se lleva polvo y restos de telas que las arañas desdeñaron. No hay indicios de vida allí. La llama del farol alumbra al azar. Los libros parecen cerrados durante siglos. Nadie lee en la aldea desde hace treinta y nueve años, cuando el conciliábulo decidió amontonarlos y cerrar la fortaleza con muros graníticos y brazos de hierro. Desde esos tiempos la cabeza de los aldeanos fue lineal. Su gesto, umbroso. Y su voluntad, permeable.
Pero ahora hay algo. Un tufo en la calle. Otro gesto en la hoja cuando cae del árbol. Y el Brujo sabe que viene de aquí. De esta sala sucia y muerta donde los libros se pudren. Está seguro de que las ratas han devorado los ojos de Demócrito de Abdera. El destino de Edipo. La quimera de Alonso Quijano. La locura de Ovidio. Está seguro de que esa humedad que brota de las paredes, de la madera enmohecida, será eterna. Por eso acerca la luz de kerosene a una pila de manuscritos que amenazan caer desde hace décadas. La tímida llama siente un hambre secular y se suelta, como un preso ante el verdor de la llanura. En segundos la luz es cegadora. El calor empapa de sudor la cara del Brujo y le amenaza los hábitos de monje destituido. Camina rápido, buscando la salida. Corre. Siente la brisa que lo orienta hacia la puerta. Sale y se para en medio de la calle empedrada. Y mira. La fortaleza arde con cólera divina. Las lenguas del fuego tocan y se van, en danza sensual con el cielo.
Es lo que debió haber sucedido treinta y nueve años atrás, piensa. Y a pesar de la herrumbre de sus huesos, se sienta en la piedra a mirar.
Primero las presiente. Y luego advierte las sombras. Aparecen una a una. Con atuendos de sus tiempos, con la edad de su historia, con la vida escrita entre las llamas. Sus crónicas calcinadas. Pero vivas. Una a una, las sombras. Brotadas desde el fuego. Indemnes. Se le acercan de a poco, como para pedirle un café amargo. U ofrecerle vino en un saco de cuero. Pero no lo ven. Pasan sobre su cuerpo, pisan sus muslos, su mentón, sus sienes y avanzan hacia el corazón de la aldea.
La noche es una palangana densa. Y el fuego sanador se apaga, como para una siesta larga después del banquete.
Las mira avanzar hacia la nada hasta que ya no las ve.
La noche es la boca de un lobo voraz. Con lujos de resurrección, uno a uno se encienden los candelabros en todas las ventanas de la madrugada.
El Brujo se peina la barba con los dedos y empieza a andar, lentamente, en el camino del río. El agua, sabe, puede con todos los fuegos de la historia.

lunes, 26 de marzo de 2007

Está aquí

Esta es mi novela. La escribí cuando el país se derrumbaba. Dos mil uno, dos mil dos. Había que echarse a luchar. Entre otras cosas, ésta fue mi trinchera.
Fue mi mundo cuando no había mundo. Fue mi planeta y mi humanidad creada por voluntad de ella misma, escapando de la mía. Ahora está aquí. Ante los ojos de quien la tome.

Rey de Azares (Primer capítulo)


Rey de azares


Novela

Silvana Melo



Poco me importa dónde rompa mi estación
si cuando rompa está rompiendo lo imposible
Silvio Rodríguez




I

Seis. Cuatro. Seis. Seis. Tres. El cubilete bailó una vez más en su mano derecha. Ya casi no lo tocaba; era una danza del cuero contra la piel apenas rozando, como desafiándose. Los cinco samurais protestaban en el batido arbitrario. Suenan con voces inexplicables. El sabe que algo dicen pero nunca qué. Hay un momento preciso para levantar de a uno los dedos con dinámica de piano y sorprenderlos liberándolos por detrás de la mano. Uno tras otro en hilera perfecta y ordenada. Como esclavos escapando alocadamente de la oscuridad de su mazmorra. Pero su geometría no les permite largas carreras. Ni rebotes elásticos su fría carne de marfil.
Y otra vez le regatean el número buscado. El número desesperadamente averiguado en cada baile ritual del cubilete. Hace días que no salen más de tres. Y otra vez ahora. Seis. Cuatro. Seis. Seis. Tres. Ladislao Rey sospecha secretamente que los dados esconden cierta independencia. Una vida anónima, un alma cúbica e incógnita que, al final, juega con él. A veces le muestran la cara más poblada, la de los puntos negros en dos hileras de tres. La que le pinta un rabo de fascinación a los celajes de la tierra. Pero es como una dosis yapeada para un desquiciado de abstinencia. Nunca más de tres veces en los últimos tiempos. El resto, resaca. Algún dos retraído, algún cinco soberbio. O algún as de precisa estética oriental.
Prueba una vez más. El baile casi imperceptible del cuero contra la piel. Y probará más, diez y mil veces más. Hasta el último día de su vida. Perseguir el azar le resignó las planificaciones diarias. Y el azar infinito de sus laberintos se limitó a ese capricho lúdico eternizado sobre la vestidura de algarrobo de sus días.
El despacho era aterradoramente amplio. Pero su acurrucada parcela se volvía un territorio marcado por los límites de la luz. La lámpara vomitaba un arroyo clarísimo de haces sobre un círculo perfecto. Apenas rozando documentos notariales, informes de prontuarios, certificados de obras y resúmenes de cuentas. Caóticamente mixturados y olvidados en zonas más o menos lejanas de sus manos. Alternados con restos de un pan de sésamo y un vaso turbio, con marcas de la tintura del vino pesado.
Si levanta la vista, en una semipenumbra casi temible, lo espía el reloj de péndulo empeñado en delatar la renguera del tiempo. Un mapa gigantesco del país, con escalas milimétricas, accidentes geográficos y detalles exagerados de sistemas montañosos. Y el espacio vacío, enmohecido y todavía desolado de telarañas, del cuadro de Artemisia. La oscura y pésima reproducción de “Judit decapitando a Holofernes”, que jamás supo cómo llegó a un remoto despacho de comuna ni se atrevió a averiguarlo ni se preguntó tampoco por qué llamó Artemisia a su hija como si fuera en homenaje a la Artemisia Gentileschi que estampó a Judit clavando una espada casi cruz en el cuello de Holofernes pero fue, cree ahora, para protegerla de un mundo selvático y bélico que la cargaría del lado de las víctimas pero no supo, cree ahora que no supo, que finalmente le puso condiciones a esa vida por tanta vida.
A la izquierda del agujero donde estuvo Judit, el ventanal. Con las hojas de vidrio atrapadas por las celosías de párpados bajos. Varios cerrojos de hierro, desde arriba hacia el sur, cosían cualquier intento de herida en la antigua y desbordante boca del despacho.
El invierno apaga las luces temprano. Suelta el frío por las calles y lo asocia con la tiniebla. Apenas cortada por los escupitajos de lo que queda del alumbrado público. La oficina era un retraso de la historia. El calefactor desarmaba el aire que se colaba por debajo de la puerta de dos hojas, abierta a la cadena de salas de funcionarios. Mármoles rojos. Cortinados virreinales con esquinas empolvadas. Tejidos de arañas capaces de atrapar a moscas como él, mareadas por tantos trajines, cándidas a pesar de los diluvios, estúpidas por honrosa naturaleza.
Afuera, quién sabe.
Sospecha que es hoy rotundo. Que la historia sólo se quedó detenida un rato en el rectángulo del despacho. A veces un grito tajea el ladrillaje. Astilla la quietud. Y le llega de golpe hasta el aliento de pestilencias de un quemado. De un caído. De cualquiera de los comunes que en algún año remoto de esta historia jugó naipes alcohólicas con él en la sala de estar de la casa antigua.
Hace demasiado tiempo que no se atreve a otear la ciudad por la celosías después de que cae la noche. Es menos complejo cruzar el edificio, levantar el portón levadizo de chapas, superar las tres llaves de la puertecita enana, descorrer el machimbre tramposo y pasar a la casa del intendente. Donde se mudó cuando empezó todo y él ya no quiso volver a la calle. Nunca más volvió a la calle y no supo ni sospecha lo que es la ciudad cuando cae la noche. No sabe ni quiere saberlo ni se atreve a averiguarlo con sólo unos pasos hasta el ventanal y girar el picaporte de la ventana y bajar apenas la parcela de párpados que permite la celosía. No quiere ver, no quiere saber, no quiere levantarse a esa hora maldita del sillón volcado hacia el chorro de luz que desnuda los cinco samurais que vuelven a caer, que rebotan en el vaso turbio de olores y ahora es seis, tres, tres, dos, seis.