miércoles, 4 de abril de 2007

Fuego


Las llamas provocan a la divinidad. Apuntan al hastío del cielo y chamuscan las camisas de los santos. El fuego es la ira de los puros. Sana cualquier brote de coraje. Aceniza los labios de la osadía.
El Brujo sabe de las fugas por la noche. La Biblioteca es una fortaleza en el medio de la aldea. Muros insalvables, hierros que sellan ventanas y banderolas, siete llaves de bronce de oriente para el portón frontal. Los miles de volúmenes que deja sin aire el encierro se aprietan en bruscos anaqueles. Pero ni así. En las madrugadas, cuando el sueño descose la vileza de los días, los libros sacuden los harapos de sus lomos y asoman Raskolnicov, Eugenia Grandet, la señora Bovary.
Saben. Por las noches escapan por los agujeros de las arañas y se meten en las camas de las mujeres solas, como íncubos. Las hacen gozar como jamás, les coronan el sexo de un sabor inolvidable. Se van como fumatas, por las chimeneas. Se ponen faldas y salen con los hombres de parranda. Los llevan a los tugurios negros de grasa y alcohol y les devuelven la conciencia más radiante. Patean tachos de basura al rayo de la más cómplice de las lunas, que oscurece el camino de los guardianes. Después vuelven, cuando el sol amenaza. Pero la aldea ya no es la misma. Las mujeres se mueren de risa por la mañana. Y los hombres se visten de traje para ir a la siega.
El Brujo lo sabe. Pero no puede verlos. Bordea la fortaleza a medianoche. La camina, la husmea, la escudriña. Y no los ve. Hasta que se duerme, rendido, contra algún paredón. Ellos pasan y le orinan los pies. Cuando vuelven, el Brujo ya no está y los libros preparan las hojas como gargantas para tragarlos. Y aquí no ha pasado nada.
No comprende los ojos de la gente en la oficina de correos o en el mostrador bancario. No se puede tener esa vivacidad oscura y brillante en una oficina pública. Esa alegría incomprensible se le va de las manos. El poder se nutre de andares sombríos. De la resignación pura. Del miedo. Pero esos ojos locos desconciertan.
Por la noche vuelve a la esquina oeste de la Biblioteca. Asoma hacia el sur y nada. Olfatea hacia el norte y no. Se vuelve y camina bordeando adoquines y dobla para tomar hacia la esquina este. A sus espaldas brotan, subrepticiamente. Sacudiéndose aún el polvillo de las páginas. Sin inhibiciones ni límites. Ellos no tienen moral. Nadie se la insertó cuando los moldearon. Ellos están pensados para una historia. No para la libertad. Saben que los hombres también están pensados para una Historia. Y que la libertad es apenas un canasto de oro en una vidriera inaccesible. Por eso se mixturan y los desafían. Les desatan los botones del placer. Sueñan con revolucionar juntos. Con voltear la aldea pies arriba, cabeza abajo. El Brujo lo sabe.
Por eso entra a la Biblioteca en penumbras, a la tardecita. Alza la nariz y sólo huele a viejo. A humedad rancia, a rata inapetente. Pasa la punta del índice por una extensa hilera de volúmenes. Se lleva polvo y restos de telas que las arañas desdeñaron. No hay indicios de vida allí. La llama del farol alumbra al azar. Los libros parecen cerrados durante siglos. Nadie lee en la aldea desde hace treinta y nueve años, cuando el conciliábulo decidió amontonarlos y cerrar la fortaleza con muros graníticos y brazos de hierro. Desde esos tiempos la cabeza de los aldeanos fue lineal. Su gesto, umbroso. Y su voluntad, permeable.
Pero ahora hay algo. Un tufo en la calle. Otro gesto en la hoja cuando cae del árbol. Y el Brujo sabe que viene de aquí. De esta sala sucia y muerta donde los libros se pudren. Está seguro de que las ratas han devorado los ojos de Demócrito de Abdera. El destino de Edipo. La quimera de Alonso Quijano. La locura de Ovidio. Está seguro de que esa humedad que brota de las paredes, de la madera enmohecida, será eterna. Por eso acerca la luz de kerosene a una pila de manuscritos que amenazan caer desde hace décadas. La tímida llama siente un hambre secular y se suelta, como un preso ante el verdor de la llanura. En segundos la luz es cegadora. El calor empapa de sudor la cara del Brujo y le amenaza los hábitos de monje destituido. Camina rápido, buscando la salida. Corre. Siente la brisa que lo orienta hacia la puerta. Sale y se para en medio de la calle empedrada. Y mira. La fortaleza arde con cólera divina. Las lenguas del fuego tocan y se van, en danza sensual con el cielo.
Es lo que debió haber sucedido treinta y nueve años atrás, piensa. Y a pesar de la herrumbre de sus huesos, se sienta en la piedra a mirar.
Primero las presiente. Y luego advierte las sombras. Aparecen una a una. Con atuendos de sus tiempos, con la edad de su historia, con la vida escrita entre las llamas. Sus crónicas calcinadas. Pero vivas. Una a una, las sombras. Brotadas desde el fuego. Indemnes. Se le acercan de a poco, como para pedirle un café amargo. U ofrecerle vino en un saco de cuero. Pero no lo ven. Pasan sobre su cuerpo, pisan sus muslos, su mentón, sus sienes y avanzan hacia el corazón de la aldea.
La noche es una palangana densa. Y el fuego sanador se apaga, como para una siesta larga después del banquete.
Las mira avanzar hacia la nada hasta que ya no las ve.
La noche es la boca de un lobo voraz. Con lujos de resurrección, uno a uno se encienden los candelabros en todas las ventanas de la madrugada.
El Brujo se peina la barba con los dedos y empieza a andar, lentamente, en el camino del río. El agua, sabe, puede con todos los fuegos de la historia.

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