sábado, 22 de diciembre de 2007

Muerte azul


El veneno azul sube desde los pies, tiñe la cintura del verdugo, le arrasa el corazón y le pinta la cara. Se despidió de su mujer y de su hija con un beso prófugo. Las miró irse por la espalda y sabía que era la última vez. Se vio las manos y otra vez sintió el temblor de los desgraciados, en los sótanos oscuros y rancios, bajo la descarga. De tanto en tanto se le aparecen desde los bajofondos de la historia, con las encías rojas y los ojos queriendo fugar de todos los dolores, del horror final.
Se quedó solo con él. Brindaron con vino rojo en la cárcel dorada de las fieras. Supo jactarse de esa ferocidad. Y el orgullo fue una fiesta cuando se la celebraron. Mañana será la sentencia. Y el juego terminó hace ya tiempo. Demasiado. Desde el estómago le suben, en estos días, tantos nombres. Se desaguaría ante los jueces para no pagar solo una boleta tan cara. Lo haría si tuviera vida mañana, antes de la sentencia.
Abre la boca corderamente cuando el hombre destapa el tubo y retira una, dos, tres cápsulas azules como el destino. Traga una, dos, tres veces. El vino rojo ayuda a pintar la muerte. El reloj apenas respira y cuenta segundos. Cansados. Fue olvidando los nombres, uno tras otro, mientras se moría.
La cárcel de los verdugos languidece en azul.


El ex represor Héctor Febres fue encontrado muerto, plagado de cianuro, en su celda lujosa de la Prefectura. Era enjuiciado por crímenes de lesa humanidad y torturas horribles. Murió a horas de la sentencia.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Gelman y el Premio Quijano




-Lo subieron al bronce y le dieron el premio Cervantes. Que debería ser –y más si se trata de Gelman- el premio Alonso Quijano. Que es el corpóreo, el sobreviviente, el que existe y existió. Cervantes fue apenas un leve instrumento de la locura quijana, del resistidor a las aspas asesinas, Quijano lo escribió a Cervantes en un folletín de apuro. Quijote fue derrota infinita pero no muere nunca. Ese es Gelman. Resistidor de asesinos. Derrotado entre los inmortales. Poeta de molinos alucinados y de perseguidores feroces de su luna.
-“¿La búsqueda de la verdad siempre es tristeza?” “¿Adónde fue la rosa que cantaba en mi tarea?” “¿Quién canta ahora mismito en un recuerdo sitiado?”
-Al premio Cervantes se lo entregó el Rey. Al premio Quijano lo entrega Tupac Amaru. Gelman lo recibe de Amaru.
-“¿Dónde quedaba ese país que busqué a ciegas en una canción humana?”. “¿A dónde se fue el cóncavo bar, los vasos soñadores, las llamadas por teléfono al futuro ocupado?”
-Llega un día en que Cervantes manda a callar al Quijote. Llega un día en que el monarca manda a callar a Tupac Amaru. Nadie nunca hará callar a Juan Gelman. Y detrás de él hablarán todos, como descosidos. Todos a quienes los siglos cortaron la lengua. Y será un griterío universal contra los tímpanos de la historia
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El juego en que andamos

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.
Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte.




Juan Gelman


lunes, 3 de diciembre de 2007

Quiero tanto a Julio



“Ahí está”, se me da por señalar con dedos de asombro aunque tenga en claro que sus piernas largas y desflecadas no caminaron estas calles jamás. Es que en el sopor de una siesta de diciembre soñé que Julio vivía y no sólo eso: que vivía acá, a mil metros de mi casa. En Olavarría. Lo veo, juro que lo veo de anteojos, barba tan larga como el pelo que caía al azar, una camisa amplia y de mangas cortas, escribiendo a mano en un pasillo de luz. Lo soñé con calle y con número y fui a buscar, con la última imagen de la siesta, la casa que vi en la calle que vi con el número que vi. No existe, claro; la verdad suele ser vana y brutal. Pero yo lo veo a Julio de las piernas largas y la cara de pibe a los setenta y pico, y los ojos grandotes, como un muñeco de trapo despiadadamente tierno. Lo veo acá, cerca de mi casa.
Lo escucho además. Esa voltereta casual que lo llevó a nacer en Bruselas y a balbucear en francés antes que en castellano le asestó una erre gutural que nunca se sacó de encima, que yo aprendí a amar tanto como a sus ojos multitudinarios, pero que él cargó sobre sus espaldas junto con su asma, su costumbre inveterada de quebrarse huesos y su ritual de la enfermedad con que salpicó cada una de sus historias.
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Lo he amado tanto.
Lo amé yo conmigo. Sin decirle a nadie. Y ahora me entero, después de veintitrés años y medio que se murió, que vive cerca de mi casa con calle y número preciso.
Lo amé porque entrelazó y mixturó las palabras -las mismas que están en la oferta castellana para cualquiera- como muy pocos. Pero también porque era un buen tipo, un tierno irredimible y un pibe que jamás atinó a crecer, salvo cuando se estiró hasta cerca de los dos metros y no supo muy bien qué hacer con su cuerpo.
Cuántas veces escribirá “Carta a una señorita en París”, ahí donde vive, tan cerca de mi casa. Cuántas veces le dirá a esa señorita que no puede evitar vomitar conejitos: “Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco”. Cómo no lo iba a escribir una y mil veces si esa historia le sirvió para poner en palabras lo aterrador de sentir que tenía pelusa en la garganta, un buen ataque de pánico si los hay. Y se ahoga en la realidad y vomita conejitos en la carta para la señorita de París.
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Le apasionaron el alma y el cuerpo tres latigazos: el boxeo, el jazz y la revolución en Nicaragua. Lo ahogaron tanto el peronismo como el asma. Del primero huyó a París. De la segunda y de sus obsesiones, logró escapar a medias en la literatura.
Pero nunca pudo exorcizar la amarga Argentina que le quedaba plantada en la garganta, como la pelusa que fue conejitos a la hora del cuento.
Julio hermanó su asma con la del Che y le entronizó una historia para él y para siempre. Le puso un poema en la batea de la Higuera y le dijo “yo tuve un amigo”. Por eso también lo amo.
Creo que se quedó aquí, cerca de casa, cuando volvió a ver cómo era la patria sin los cazadores, allá por diciembre del 83. Y la estupidez lo dejó al margen, averiguando algún libro por Corrientes, propinándole la absurda verdad: en estas tierras nada cambia. Nada cambia, Julio.
Se murió dos meses y medio después y con toda la razón del mundo. Se murió en París, como correspondía. Con una barba enorme y unos ojos enormes de holgura infantil.
Yo, que lo amé tanto, le debo una languidez de trompeta hacia el sur. Y esa certeza de que vive y está, tan cerca de mi casa, tan cerca de la quinta donde venía a restablecerse la tía Clelia.