jueves, 24 de enero de 2008

Coraje


Aquí empieza el día
A ver quién se banca la luz
En este preciso filamento de frontera
Comienza el día
Con su insolencia exhibicionista
Con su muestrario de pájaros
Inevitables
Con su florerío desconcertado
Empieza el día
Señoras y señores
A ver quién se toma el coraje
Entre los dientes
Para salir a despuntar una alegría
Yo, hasta ahora, me quedo con mi sombra
Apabullada
Irreverente
Sólo que no sé qué voy a hacer cuando me ataquen
esas ganas desmadradas
de reírme hasta los huesos
al violento temblor del sol

miércoles, 9 de enero de 2008

Un país



Mi cabeza trepa y erosiona
Tus vías aceitadas
Soy el resto de un país

Tengo un camino abierto en la condena
Un río violento en las rodillas
El futuro alquilado
Puesto en los huesos del día
Roto
Como los restos de un país

Y a la hora de la tregua
Estarás en el tren de la frontera
Yéndote de mis ruinas mi país
Y acaso me lleves
Y me fundes en otra tierra prometida

sábado, 5 de enero de 2008

Benteveo


No hay finales felices en la vida del mundo. Hay Otro que tal vez podría torcerlos y escribir vida sobre muerte. Pero siempre mira hacia el lado opuesto de donde estamos parados, agitando los brazos.
Lo descubrimos en el parque. Cinco horas antes de que se acabara el año. Redondo y desconcertado. Las alas insuficientes. El pecho escandalosamente amarillo y la cresta negra con cintita blanca asomando apenas. Era un benteveo. Casi una brizna.
Estaba solo en medio de un universo plagado de peligros. Piaba y su madre, desde lo alto de los pinares, le respondía con firmeza. Pero no bajaba a llevárselo. Decretamos una muerte segura. Acaso con el último suspiro del año. Esa agonía paralela nos supo a amargas señales.
Volvimos tres días después. Había pasado la vida entera, devastadora. Las bacanales del 31, los ardores estivales, la lluvia nocturna, el viento del sur. Y él estaba allí. Sobreviviente. Respondiendo al piar altivo de su madre. Algo crecido. Con las alas en pleno intento.
“Mañana le traigo carne picada”, dijo Lucy. Lucy siempre tiene una infancia a mano. La guarda en el bolsillo, dobladita y planchada, para cuando sea necesaria. Y la saca a golpes de ternura.
Al otro día Lucy llegó con carne picada y una vasija azul con agua. El benteveo había crecido más. Ya esbozaba vuelos bajitos y tenía la cabeza en alto, preparado físicamente para volar. Supimos, por esa intuición que uno pretende certeza, que su madre se las arreglaba para armar una compleja red de contención desde el pináculo. El piar comprometido, el grito ancestral del benteveo, el de la madre judía que lo controla y le avisa, todo el tiempo, ven te veo, más los bichitos desprevenidos y alguna lombriz joven lo habían mantenido de nuestro lado.
“Mañana le traigo semillas”, dijo Lucy.
El joven benteveo, ubicado estratégicamente en un acústico triángulo de acacias, escuchaba y respondía las indicaciones del clan.
“Va a vivir”, dijo Lucy, que de estas cosas sabe. Y antes de guardarse la infancia en el bolsillo blanco declaró con solemnidad: “Uno de estos días sólo vamos a encontrar un cartel escrito con soretitos que dirá ´Gracias´”.
Nos fuimos con una alegría irreverente. Esa sobrevida inescrutable era la prueba de que los negritos panzones de Mogadiscio, los chicos de Bagdad sin Scheerezade, los patasucias de Fiorito tenían una chance en la selva del mundo. Era como verlos intentar su vuelo bajito, esquivando metrallas y obuses.
Esa tardecita volví sola. No sé por qué quise contar un cuento y creérmelo y determinar con poder absoluto que ésa era la verdad.
Lo encontré desplumado y con el pico entreabierto. Desplumado y solo. Había sobrevivido cinco días en el parque sólo con la voz de su madre marcándole los ritmos de sus pulmones y su corazón. Pero el mundo le propinó su merecido. A quén se le ocurre creer en los milagros.
Ahora no sé cómo decirle a Lucy que mañana no lleve semillas al parque.
Será como decirle que tampoco los panzones de Mogadiscio, ni los de Bagdad sin Scheerezade ni los patasucias de Fiorito.
Y temo que su infancia se me ponga a llorar.