lunes, 22 de octubre de 2007

Martha


Martha es una cara labrada en la chapa del conventillo.
Ella aparece a veces. Casi espasmódica. Cuando la conciencia de uno se durmió y necesita quien la sacuda hasta despertarla. Violentamente. A los gritos.
Martha reduce el mundo a un retablo. Y lo hace bien. Cuatro marionetas minimalistas pueden sintetizar la más ardua de las complejidades. Martha le pone vida y voz al demonio y le imagina hijitos que dan ternura. Martha es capaz de hacer que el mismísimo demonio genere ternura.
Martha es dura, rea y mal llevada. Escandaliza a las vírgenes, fuma porros contra el dolor que la agrieta como un sismo y es capaz de conseguir cualquier teléfono, inalcanzable para un mortal pedestre. Uno la nombra y se abren las puertas. A su nombre se paran y se quitan sombreros.
Martha detesta a la policía y a los estúpidos. Tiene un brazo hippie y uno trosco. Una pierna libertaria y una cronista. Una oreja que escucha la sangre derramada y otra para la poesía de viento.
Supe de Martha cuando vino a morirse la primera vez. Hace veinticinco años. Ella siempre viene a morirse a esta tierra de gris.
(Me atrevo a decir, contra cualquier pronóstico, que Martha es inmortal)
“Llegué a este pueblo, pregunté por sus poetas y fue como preguntar por uranio enriquecido en un supermercado”, dijo hace veinticinco años cuando vino a morirse por primera vez.
Lo que me entusiasma es que cada vez que desembarca con intención de morirse regala libros. Y cuando no se muere, como siempre pasa, después anda consultándolos en todas las casas. Masticando caramelos de dulce de leche. Y apagando puchos por la mitad.
Martha pasa por el camino de uno y lo cambia. Lo transita, lo mejora, lo escribe, lo titiritea.
Martha es un duende de voz cascada y de nariz redonda. Al que amamos rotundamente.

lunes, 8 de octubre de 2007

Espera



A la madrugada se paró en la esquina a esperar. Se calzó los anteojos a mitad de camino de la nariz. Se rascó el tobillo izquierdo con la punta del zapato derecho. Se acomodó el cuello como si fuera desmontable. Y puso su paciencia a rodar.
Diez años y veintidós días esperó. Hasta que la vio una tarde nubosa, de invierno tardío. Morena, cabellos húmedos, caderas anchas. Diez años y veintidós días viéndola crecer. A esa pequeña mujer vio morir entre sus dedos en un sueño fatal hace diez años, veintidós días y dos horas.
La miró desaparecer en un umbral estrecho. Sacudió las piernas, desentumeció el alma y comenzó el regreso a casa. Era dios: acababa de burlar el destino.