lunes, 26 de marzo de 2007

Está aquí

Esta es mi novela. La escribí cuando el país se derrumbaba. Dos mil uno, dos mil dos. Había que echarse a luchar. Entre otras cosas, ésta fue mi trinchera.
Fue mi mundo cuando no había mundo. Fue mi planeta y mi humanidad creada por voluntad de ella misma, escapando de la mía. Ahora está aquí. Ante los ojos de quien la tome.

Rey de Azares (Primer capítulo)


Rey de azares


Novela

Silvana Melo



Poco me importa dónde rompa mi estación
si cuando rompa está rompiendo lo imposible
Silvio Rodríguez




I

Seis. Cuatro. Seis. Seis. Tres. El cubilete bailó una vez más en su mano derecha. Ya casi no lo tocaba; era una danza del cuero contra la piel apenas rozando, como desafiándose. Los cinco samurais protestaban en el batido arbitrario. Suenan con voces inexplicables. El sabe que algo dicen pero nunca qué. Hay un momento preciso para levantar de a uno los dedos con dinámica de piano y sorprenderlos liberándolos por detrás de la mano. Uno tras otro en hilera perfecta y ordenada. Como esclavos escapando alocadamente de la oscuridad de su mazmorra. Pero su geometría no les permite largas carreras. Ni rebotes elásticos su fría carne de marfil.
Y otra vez le regatean el número buscado. El número desesperadamente averiguado en cada baile ritual del cubilete. Hace días que no salen más de tres. Y otra vez ahora. Seis. Cuatro. Seis. Seis. Tres. Ladislao Rey sospecha secretamente que los dados esconden cierta independencia. Una vida anónima, un alma cúbica e incógnita que, al final, juega con él. A veces le muestran la cara más poblada, la de los puntos negros en dos hileras de tres. La que le pinta un rabo de fascinación a los celajes de la tierra. Pero es como una dosis yapeada para un desquiciado de abstinencia. Nunca más de tres veces en los últimos tiempos. El resto, resaca. Algún dos retraído, algún cinco soberbio. O algún as de precisa estética oriental.
Prueba una vez más. El baile casi imperceptible del cuero contra la piel. Y probará más, diez y mil veces más. Hasta el último día de su vida. Perseguir el azar le resignó las planificaciones diarias. Y el azar infinito de sus laberintos se limitó a ese capricho lúdico eternizado sobre la vestidura de algarrobo de sus días.
El despacho era aterradoramente amplio. Pero su acurrucada parcela se volvía un territorio marcado por los límites de la luz. La lámpara vomitaba un arroyo clarísimo de haces sobre un círculo perfecto. Apenas rozando documentos notariales, informes de prontuarios, certificados de obras y resúmenes de cuentas. Caóticamente mixturados y olvidados en zonas más o menos lejanas de sus manos. Alternados con restos de un pan de sésamo y un vaso turbio, con marcas de la tintura del vino pesado.
Si levanta la vista, en una semipenumbra casi temible, lo espía el reloj de péndulo empeñado en delatar la renguera del tiempo. Un mapa gigantesco del país, con escalas milimétricas, accidentes geográficos y detalles exagerados de sistemas montañosos. Y el espacio vacío, enmohecido y todavía desolado de telarañas, del cuadro de Artemisia. La oscura y pésima reproducción de “Judit decapitando a Holofernes”, que jamás supo cómo llegó a un remoto despacho de comuna ni se atrevió a averiguarlo ni se preguntó tampoco por qué llamó Artemisia a su hija como si fuera en homenaje a la Artemisia Gentileschi que estampó a Judit clavando una espada casi cruz en el cuello de Holofernes pero fue, cree ahora, para protegerla de un mundo selvático y bélico que la cargaría del lado de las víctimas pero no supo, cree ahora que no supo, que finalmente le puso condiciones a esa vida por tanta vida.
A la izquierda del agujero donde estuvo Judit, el ventanal. Con las hojas de vidrio atrapadas por las celosías de párpados bajos. Varios cerrojos de hierro, desde arriba hacia el sur, cosían cualquier intento de herida en la antigua y desbordante boca del despacho.
El invierno apaga las luces temprano. Suelta el frío por las calles y lo asocia con la tiniebla. Apenas cortada por los escupitajos de lo que queda del alumbrado público. La oficina era un retraso de la historia. El calefactor desarmaba el aire que se colaba por debajo de la puerta de dos hojas, abierta a la cadena de salas de funcionarios. Mármoles rojos. Cortinados virreinales con esquinas empolvadas. Tejidos de arañas capaces de atrapar a moscas como él, mareadas por tantos trajines, cándidas a pesar de los diluvios, estúpidas por honrosa naturaleza.
Afuera, quién sabe.
Sospecha que es hoy rotundo. Que la historia sólo se quedó detenida un rato en el rectángulo del despacho. A veces un grito tajea el ladrillaje. Astilla la quietud. Y le llega de golpe hasta el aliento de pestilencias de un quemado. De un caído. De cualquiera de los comunes que en algún año remoto de esta historia jugó naipes alcohólicas con él en la sala de estar de la casa antigua.
Hace demasiado tiempo que no se atreve a otear la ciudad por la celosías después de que cae la noche. Es menos complejo cruzar el edificio, levantar el portón levadizo de chapas, superar las tres llaves de la puertecita enana, descorrer el machimbre tramposo y pasar a la casa del intendente. Donde se mudó cuando empezó todo y él ya no quiso volver a la calle. Nunca más volvió a la calle y no supo ni sospecha lo que es la ciudad cuando cae la noche. No sabe ni quiere saberlo ni se atreve a averiguarlo con sólo unos pasos hasta el ventanal y girar el picaporte de la ventana y bajar apenas la parcela de párpados que permite la celosía. No quiere ver, no quiere saber, no quiere levantarse a esa hora maldita del sillón volcado hacia el chorro de luz que desnuda los cinco samurais que vuelven a caer, que rebotan en el vaso turbio de olores y ahora es seis, tres, tres, dos, seis.